30 años difundiendo en los medios de todo el país.
Espectáculos. Música. Teatro. Libros.
Prensa personalizada.

Eme Eme Editorial: editorial independiente para escritores emergentes.
Corrección, diseño, impresión y difusión.
Consultar por tiradas pequeñas.

Contratación de espectáculos.

mmprensa@gmail.com

(011) 15 6483 1820





20031007

Presentación del libro Mora. Una confesión, de María Maratea. Octubre 2003- Editorial Planeta











Domingo, 16 de noviembre de 2003


PAGINA 3
Ahora o nunca


Por María Maratea

Un día decidí que quería ser mujer. Fue a los veintiséis años, cuando todavía trabajaba en el banco.
Con mi amigo Martín Sanguinetti empezamos a frecuentar La Jaula, un boliche under de la noche porteña. Allí vi, por primera vez, travestis de verdad. Me fascinaron. Eran amazonas. Seducían. Intimidaban.
Nos hicimos habitués. Había un show de stripers y convencimos al dueño de que nosotros teníamos que ser los presentadores. Ibamos a estar a prueba un par de semanas.
Cosimos unos vestidos con retazos de gasa. Fuimos a Once y en el revoltijo de una zapatería conseguimos en oferta tacos altos número cuarenta y tres. Compramos un par de pelucas, unas tangas y dos corpiños que rellenamos con lana. Nos afeitamos las piernas y las axilas. Los brazos los taparíamos con guantes largos. Decidimos llamarnos: “Las Kinder: dos sabores y una sorpresa”. Martín eligió llamarse Karen. Yo, Mora, mi apellido. Siempre me gustó.
Nos divertíamos tanto arriba del escenario tratando de hacer un sketch cómico, que Martín se tentaba de risa y no podía parar. Quedé elegido yo. Me encantaba hacer eso. De a poco, ya no sólo presentaba a los stripers, sino que, además, monté mi propio show: bailaba salsa, cantaba boleros, hacía subir a la gente para que cantara conmigo.
A Martín lo contrataron como encargado de relaciones públicas. Él era muy diplomático, muy seductor. Lo conocí una noche en un boliche gay. Aunque era dos años menor que yo, nos hicimos muy amigos. Fue una de las personas más sinceras que conocí. No dejaba de hablar de su primer novio, a los dieciséis, de quien todavía seguía enamorado. Hasta que el tipo, un abogado que rondaba los cuarenta, director de Minoridad y Familia, apareció un día por televisión diciendo que parejas de homosexuales y travestis no podían adoptar hijos. Martín no lo podía creer. Sintió tanto asco que no lo nombró más. Después, deprimido por tanta hipocresía se fue a vivir a España. Hace años que no sé nada de él.
En el boliche trabajábamos de jueves a domingo. Yo ganaba cincuenta pesos por noche. Ya hacía cuatro años que vivía solo en el departamento que papá había comprado para mí. Mis hermanas también tenían uno cada una: María en Recoleta y Belén en Barrio Norte. A mí me tocó el de Las Cañitas, en Luis María Campos y Chenaut, a diez cuadras del de mis padres.
Seguía en el banco. Estaba fisurado.
Caía al boliche alrededor de las nueve con la mochila llena de medias, bombachas, corpiños, vestidos, pelucas, maquillajes. Como siempre iba en taxi, una noche probé ir vestido, ya, desde casa. Elegí un solero minifalda rojo, bien ajustado, escote en V. Me puse la peluca platinada con flequillo, medias de lycra color piel y sandalias rosa con plataforma de acrílico. Un par de collares y unos anillos. Me maquillé: base clara, colorete, delineador negro, sombra bordó y mucho rimmel. Los labios, carmín.
Pero tenía que vencer el primer obstáculo: el portero. Él estaba acostumbrado a verme en traje o en jogging y con el pelo corto y negro.
Ahora o nunca. Agarré la carterita roja, el bolso con los maquillajes y salí. En el ascensor, bajando los doce pisos, pedía por favor que Rogelio no estuviera. Hacía calor. La transpiración me chorreaba por debajo de la peluca. Todavía no tenía buenos maquillajes. Sentía que la cara se me iba derritiendo. Lo vi parado en la puerta con una escoba en la mano. Tomé envión con la frente alta. Se quedó duro. Me miraba las piernas. No me había reconocido.
–Qué dice Rogelio, ¿cómo anda? –dije con la voz acorde a la ropa.
Se le cayó la mandíbula.
–Ho-ho-hola. Qué tal, qué tal –decía mientras me miraba de arriba abajo. No entendía nada. Y dijo otras cosas que yo tampoco entendí, si estaba más nervioso que él. Al final, desde ese día, me empezó a saludar más simpático que antes. Es como todo, uno siempre se termina acostumbrando a cualquier cosa. Lo más difícil es la primera vez; después, ya está.

Este fragmento pertenece a Mora. Una confesión, el libro de María Maratea que editorial Planeta distribuye por estos días en las librerías.